miércoles, 24 de abril de 2013

EL ENIGMA DE LA ESFINGE

                                                 
 


Hacía tanto tiempo que Jenny vivía sola que sus recuerdos se confundían con sus sueños. Creía que en el pasado - o tal vez era un sueño - había sido un niño feliz y muy querido por una madre de cabellos dorados que le contaba cuentos en los que él sería un gran rey, y por un padre grueso y bonachón que jamás se enfadaba. También aparecía una adolescente muy bonita, la única que ponía freno a sus caprichos de niño mimado: su hermana y su princesa. A veces Jenny pensaba que tal vez era ella la adolescente. Todo era tan confuso...







Vivía feliz en un palacio rodeado de jardines y estanques donde jugaba con otros niños. Había una gran escalinata desde donde contemplaba un enorme parque, que para él era su reino. Ese recuerdo, ese sueño, dulcificaba su expresión dura y severa, incluso a veces en su anciano y descuidado rostro aparecía el esbozo de la sonrisa que sólo pinta la nostalgia. Pero ese recuerdo cada vez era más vago.


                                             

   


Tenía también otra ensoñación menos agradable: no estaba ya en un palacio, sino junto a sus padres, su hermana y su tía en una estancia oscura de la que sus padres nunca salían. En ese otro castillo había muchos soldados, a los que admiraba, que a veces jugaban con él y le enseñaban canciones.
Un día dejó de ver a su padre. No le entristeció aquella pérdida, ya que ese padre era aburrido y además no gustaba a sus nuevos amigos. Ya no quería ser rey, sino soldado de la revolución. Solía cantar con ellos una canción que ponía muy triste a su madre, que pronto desapareció también, lo mismo que su hermana y su tía. No sufrió tampoco con esos nuevos abandonos, ya que comenzó para él una nueva vida al lado de un hombre y una mujer que lo cuidaban y lo mimaban con devoción.






También recordaba que lo habían llevado a una gran sala, donde unos hombres importantes le hacían muchas preguntas sobre su madre y a los que él contestaba lo que había ensayado con su cuidador: esa madre rubia era una mujer muy mala que le había enseñado a hacer cosas muy feas de las que él no era culpable. Se había sentido importante al percibir que estaban muy contentos con sus respuestas, e incluso firmó con su dedito un papel donde las habían escrito. Luego al salir lo habían recompensado con un gofre caliente. Ese recuerdo endurecía más su expresión, y un rictus de amargura que sólo pinta la culpabilidad aparecía en su rostro. Nunca más había vuelto a comer esos deliciosos dulces. Inexplicablemente los rechazaba desde entonces.

Otras veces era ya claramente ella, Jenny, sentada en una carroza que marchaba entre una multitud de personas que apenas les permitían avanzar. La peluca y el traje que le habían puesto a toda prisa la hacían sentirse incómoda. Era una niña asustada y sola.







Sus otros recuerdos, identificados ya como reales, eran estancias en conventos, de donde salió ya mayor para vivir una vida solitaria y austera, cambiando cada poco tiempo de domicilio porque no era conveniente que nadie reparara en ella. Tenía grandes amistades entre la más alta aristocracia, que incluso intercedieron para que los distintos reyes y emperadores de Francia le fueran concediendo rentas vitalicias, a lo que curiosamente ninguno se negó. Todos la colmaban de atenciones tratándola en reina, e incluso le habían procurado una partida de nacimiento donde se afirmaba que su padre había sido tesorero del rey. Era una hija natural que no había sido reconocida nunca, a la que tan sólo  habían dejado en herencia un riquísimo cobertor con la flor de lis bordada en oro y que, según le habían dicho, había pertenecido al mismísimo rey Luis XIV, y que Luis XVI había regalado a su tesorero y hombre de confianza.






Aunque en su juventud nunca había sido guapa, Jenny había tenido una elegancia natural y dotes para el baile y el canto, lo que atraía a muchos pretendientes a los que había ido rechazando siempre con disculpas bien urdidas y a los que trataba con cierta crueldad y despego. Por el contrario, su relación con las mujeres era dulce y cómplice. Pero, inexplicablemente, siempre vivió sola. Ni una doncella que la acompanase o le hiciese las tareas domésticas.
                                                             

                                                       
   



Había tenido una gran amiga aristócrata conocedora de su secreto y con la que había compartido todo, hasta un amor tan fuerte como imposible que había dado sentido a su vida y del que una preciosa niña había nacido. 

Con el tiempo Jenny se convirtió en una anciana desgarbada y descuidada, con una voz ronca y unos andares cada vez más masculinos. Vivía miserablemente en un apartamento lúgubre y poco aseado. Los chiquillos la llamaban la " tía barbuda" en alusión a que su fuerte barba los pinchaba al besarlos.






Hacía días que no salía, enferma por primera vez en su vida, su cuerpo febril y agotado no respondía. Su mente, sin embargo, con esa  lucidez que da la proximidad de la muerte, ordenaba todos sus recuerdos, que encajaban como las piezas de un puzzle. Fue entonces cuando tomó vida la esfinge que figuraba en su cachet, revelándole el enigma de su vida. 







Al día siguiente unas amigas que la cuidaban la encontraron muerta a los pies de la cama. Cuando llegó el forense acompañado del juez al levantamiento del cadáver, contemplaron estupefactos que Jenny era un hombre. Se descubrió también que había atesorado una gran fortuna aunque vivía en la pobreza y el abandono.

Sorprendentemente, a su entierro fue la nobleza más distinguida. Un rumor circuló por todo el París de la época: Jenny Savalette de Lange era en realidad el pequeño hijo de Luis XVI y María Antonieta, que había desaparecido sin dejar rastro en plena revolución y que, muertos sus padres, a nadie interesaba vivo, menos aún a sus parientes. La única forma que hubo de ocultar y preservar de una muerte segura a ese rey-niño era tranformarlo en niña. Esa maniobra salvó su vida, pero condenó su destino.







El  misterio y la controversia que siempre han rodeado al personaje de Luis XVII es un enigma que siempre llamó mi atención. Es poco creíble, a pesar de las rocambolescas pruebas genéticas realizadas, que lo hubieran matado. Hay muchas dudas y contradicciones sobre la sorprendente versión oficial y demasiadas pruebas que la desmienten. La historia oficial no siempre es la real. Es más que probable que el desarrollo de los acontecimientos políticos impidieran que la verdad saliera a la luz.

Quizá su cuidador, que se sabe llegó a quererlo mucho, lo entregó para salvarle la vida a monárquicos de confianza de Luis XVI, que idearon esta estratagema y lo protegieron siempre de manera muy discreta, llevándose el secreto a la tumba bajo un pacto de silencio. Su curioso escudo de armas, representando en campo de azur una esfinge sobre la que brilla una estrella, simboliza perfectamente el misterio que rodeó toda su vida.

El único retrato de Jenny que existe es el que copio más abajo. Según testigos de la época es bastante 
fidedigno. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario