domingo, 1 de junio de 2014

MATAR A LA INOCENCIA




Caminaba sin rumbo entre la multitud. Era el último día del año y había decidido que también sería el último de su vida. En ese momento la angustia que durante tanto tiempo la había oprimido cesó, dejando paso a la indiferencia. Ya no tenía miedo, esperanza, ni afectos. Por primera vez en mucho tiempo se sentía libre de los demás y también de sí misma: los pies ligeros, el cuerpo casi invisible, sin dolor ni cansancio.






Los recuerdos venían a su mente como si se tratara de otra persona pero, lejos de agolparse, eran rápidos y ordenados. Aquella niña soñadora y sola entre adultos, temerosa de decepcionar, había permanecido en ella impidiéndole convertirse en la adulta conformista que todos esperaban. Esa presencia no dejó que su corazón se endureciera con las pequeñas miserias cotidianas, volviéndose incluso más compasivo con el poso de la vida. La niña y la adulta se querían, se complementaban y se necesitaban para sobrevivir, aunque a veces su relación era tormentosa. Conforme pasaba el tiempo esta dualidad la había hecho peculiar y, por tanto, blanco de la ira de los que detestaban la inocencia.
Aunque era vulnerable, la inconsciencia, la ilusión y la alegría de esa niña vencían siempre los temores, las frustraciones e incluso las miserias de la adulta.






Pero un día el monstruo de la crueldad irrumpió arrasando su vida. Trató de defenderse con todas sus fuerzas pero él, feroz, le arrancaba el corazón a dentelladas, mientras entre carcajadas iba llenando su alma de un odio que no dejaba espacio a la inocencia, por lo que la niña huyó temerosa de esa adulta a la que ya no reconocía. Derrotada y herida de muerte, su vida se convirtió en un infierno de soledad dominada por ese odio y donde la angustia era el único alivio. Durante el día permanecía recluida por miedo a encontrarse de nuevo con el monstruo; temía también a la noche, se resistía a quedarse dormida, pues en cuanto el sueño la vencía despertaba con la sensación de que la muerte la acechaba. Vivía entre pesadillas.






Su físico cambió tanto que no reconocía su imagen cuando la reflejaba algún espejo. Su mirada, antes siempre brillante de ilusión, se había apagado volviéndose de hielo; sus curvas se transformaron en ángulos; su salud se quebró de tal manera que en poco tiempo parecía una sombra. Un día su cuerpo ya no pudo más: perdió la consciencia y se desplomó. Cuando despertó en el hospital se dio cuenta de que por primera vez en mucho tiempo había descansado. Desde entonces asoció la muerte con el descanso y dejó de temerla. 





En aquél último día del año una vieja fotografía le hizo recordar de pronto a aquella niña que se había ido para no volver. En ese momento fue consciente de su pérdida y de lo que eso significaba. Una añoranza infinita la invadió, tuvo la certeza de que su vida no tenía ya sentido. Fue entonces cuando decidió irse para siempre. Se vistió con rapidez, salió a la calle y comenzó a caminar sin rumbo durante horas hasta que se hizo de noche. Se dirigió a un bosque cercano. Cuando llegó se tumbó en la nieve y, encogiéndose sobre si misma, cerró los ojos esperando el sueño que le traería la muerte. 






LLevaba un rato acostada cuando de pronto escuchó los gemidos de un perro. Abrió los ojos y vió como un hombre arrastraba al animal golpeándolo hasta casi matarlo. Otra vez la crueldad que tanto odiaba y temía. Tenía miedo, pero en ese momento una niña se abalanzó sobre el hombre y empezó a golpearlo sin tregua. El hombre huyó, cogido por sorpresa ante la fuerza del ataque. Cuando fue consciente de la situación estaba abrazada al perro, su mirada brillaba de nuevo y era completamente feliz por haberlo salvado. La niña había vuelto. Ya no quería morir.






2 comentarios: