martes, 6 de octubre de 2015

LA MARCHA FÚNEBRE



- No puedo tocar eso.
- Pero, por qué ?
- No se lo puedo explicar. Pero no me pida esa pieza, por favor.
- No lo entiendo. Es preciosa, una gran obra... Y me encanta, es una de mis favoritas. 
- Si, mía también, pero...
-Sin embargo, la toca Vd. en sus conciertos. El otro día, sin ir más lejos, nos dejó encandilados. Todo el auditorio mudo... hasta que rompimos a aplaudir como pocas veces he visto. No se me olvidará en la vida. Toque Vd. " La  Marcha Fúnebre ", por favor. Por lo que más quiera. 
- No puedo. De verdad. No me pida Vd. eso.

Johan Steiner era un pianista extraordinario. A sus veinte años ya era mucho más que una promesa. Las salas se lo rifaban. Los grandes personajes de la vida pública también. A su edad había dado ya conciertos en los cinco continentes y tenía giras contratadas para los próximos cinco años. Las críticas no escatimaban elogios. Las más severas alababan su talento y le pronosticaban un futuro más que prometedor. Las otras se deshacían en elogios y ditirambos. Los únicos peros eran su falta de madurez y la falta de ciertas obras en su repertorio, pegas que el tiempo iba a resolver: a los veinte años no se puede esperar que un artista tenga la madurez y el repertorio de un maestro de sesenta o setenta años. Por lo demás, Johan tenía la maestría de un consagrado, un alma de poeta, unos dedos mágicos, una sensibilidad extraordinaria, y un repertorio que no alcanzaban maestros de cuarenta años o más. 



Todos querían conocerle, tratar con él: aristócratas, magnates, artistas consagrados, reyes, jefes de gobierno,... El joven Steiner tenía a sus pies a la flor y nata del planeta. Ahora, invitado de honor de uno de los hombres más ricos del mundo, el joven Johan se negaba a tocar para él la Marcha Fúnebre de Chopin sin dar explicaciones.
 - Pero, por qué? - demandaba el millonario, sin comprender. 
Steiner no sabía qué decirle. En realidad, no se trataba nada más que de una superstición, o eso pensaba él.
- No puedo, no puedo - repetía el pianista.
-Pero tiene que haber una explicación - le decía el millonario haciendo un gesto de incomprensión.
Steiner se quedó pensativo un rato largo, mirando al vacío. Luego, meneando la cabeza, se decidió a hablar:
- Está bien, dijo, se lo voy a contar. En realidad, es una tontería, si Vd. quiere, y no es que yo sea supersticioso, pero me pasó una vez una cosa que me dejó muy impresionado y que me impide tocar esta pieza de Chopin en privado.
- Vd. dirá - dijo el millonario, acomodándose en su butaca a la espera de la explicación.
- Lo cierto es - dijo el pianista - que no tengo ningún problema si toco esta obra en público. No puedo matar a cientos de personas a la vez...
El millonario dejó escapar una sonrisa. " Está Vd. bromeando ", le dijo.
- Para nada - respondió Johan - Verá, hace tiempo toqué esta pieza para una persona. No tuve ningún inconveniente porque es una obra que ne encanta y, modestia aparte, creo que la interpreto muy bien...
- Como nadie - corroboró el millonario con un gesto de admiración - Por eso se la estoy pidiendo tan encarecidamente.
- Muchas gracias - respondió Johan. Me hace Vd. un gran honor con su elogio. La verdad es que a mí me transporta esa pieza. Cierro los ojos, me dejo llevar y los dedos se deslizan sobre las teclas sin que mi mente haga el menor esfuerzo. Es increíble, no sé como explicarlo...
- El piano lo hace por Vd., sonrió el millonario. Yo entiendo perfectamentelo qué quiere decir. No hace falta que lo describa, basta con escucharlo.




- Gracias de nuevo, volvió a decir Johan. Bien, lo que pasó es que toqué " La Marcha Fúnebre " para aquella persona y, como siempre que la toco, me dejé llevar. Me salió perfecta, fue una interpretación redonda, hermosísima. Cuando terminé, aquella persona estaba como Vd., sentada en un sillón, con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. Pensé que se había quedado dormido escuchando la pieza, no sabía yo si por placer o aburrimiento. Esperé un buen rato, por si despertaba o salía de su ensimismamiento pero, viendo que seguía igual, le hablé. No me contestó. Volví a intentarlo y... nada. Así varias veces, subiendo el tono para ver si despertaba, pero no había manera. Finalmente, un poco asustado ya, me acerqué a él y le dí unos golpecitos en el brazo. Nada. Le dí un meneo un poco más fuerte, llamándole esta vez, y mis temores se vieron confirmados. Estaba muerto. Ya puede Vd. imaginarse mi angustia y desesperación. No sabía qué hacer. Johan se quedó mudo un momento, como viviendo nuevamente aquella situación. El millonario le miraba fijamente, sintiendo también la angustia de la situación. Johan continuó:
- En fin, comprenderá Vd. que no fue nada agradable. Aquello quedó grabado en mi mente al rojo vivo. Fue hace cuatro años. Yo tenía entonces dieciséis. No es un trago de buen gusto.




- Desde luego que no, respondió el millonario. Le comprendo perfectamente. Pero es que toca Vd. esa obra con tanto sentimiento, con tanta emoción, que cualquiera estaría encantado de morir oyéndola. 
- No diga eso, por lo que más quiera, dijo Johan horrorizado. Me deja Vd. descompuesto.
- Bah, no puede Vd. caer en esa trampa, dijo el millonario con un gesto displicente para quitar hierro al asunto. Entiendo que haya quedado Vd. traumatizado con aquella muerte. Quién no, y más con sólo dieciséis años. Pero no puede dejarse llevar por esa clase de sentimientos. Le perjudicaría grandemente. Tiene Vd. una edad ideal, veinte años. Es joven, sano, mentalmente fuerte,... No puede caer en ese pozo, tiene que superar esas barreras, sino se le van a ir acumulando los prejuicios, lo cual no es bueno ni para su carrera ni para su salud mental. Por tanto, creo que lo mejor que puede hacer es tocarme esa pieza, y así rompe Vd. el encantamiento.




Johan se quedó callado un buen rato. No se esperaba esa respuesta ni tenía argumentos para rebatirla. Se había quedado sin razones para negarse a tocar la pieza, tan sólo sentimientos. Sentimientos oscuros, amargos: miedo, prejuicios, superstición... como quiera llamarse. Trató de poner objeciones, pero el millonario se las rebatía todas. Cuanto más insistía, más se obstinaba el millonario. Por otra parte, no podía quedar mal con aquél hombre, cuyo apoyo y consideración eran de suma importancia para el futuro de su carrera profesional. Salir de allí con una buena o mala relación supondría abrir o cerrar muchas puertas. Así que terminó por arrumbar todos sus prejuicios y, mal a su pesar, interpretó la obra de Chopin, que el millonario escuchaba con los ojos cerrados y una sonrisa beatífica, lo que provocaba en Johan un escalofrío cada vez que lo miraba. Cerró sus ojos, dejándose llevar por la magia del momento, sintiendo como la música invadía todo su ser, sus dedos deslizándose suavemente sobre el teclado arrancando notas precisas, sublimes, arrebatadoras. 




Cuando terminó, abrió los ojos y miró al millonario. Estaba en su butaca sonriendo plácidamente, con los ojos cerrados, inmóvil... Johan tuvo un sobresalto. Se temió lo peor. Estaba horrorizado, con los pelos de punta y el corazón batiendo locamente, clavado al piano sin saber qué hacer ni atreverse a hablar. Pero cuando iba a saltar hacia el millonario ante lo que parecía inevitable, un gran suspiro de alivio llenó sus pulmones al ver moverse las manos del millonario para aplaudir, al tiempo que abría los ojos con una expresión de alegría y felicidad desbordadas. 
- Genial! Genial! Es Vd. un fenómeno, un fuera de serie. - El millonario se deshacía en elogios sin dejar de aplaudir.  
- Me ha dado Vd. un susto de muerte, respondió Johan. LLegué a pensar que se había muerto. 
El millonario rió a grandes carcajadas, divertido por la ocurrencia. 
- No me hubiese importado, la verdad. No creo que pueda haber muerte más feliz, más digna, más dulce,... Pero ya ve Vd., sigo vivo, y ha roto Vd. el embrujo. Ya puede tocar esta pieza en privado todas las veces que quiera.
- Ojalá sea verdad - replicó Johan, todavía temeroso y poco convencido, pero alegre en el fondo de haber superado aquél trance y de haber dejado contento a un cliente tan importante.

La sesión continuó felizmente, entre risas y bromas, brindis, felicitaciones mutuas y algunas piezas más que Johan interpretó para su anfitrión, hasta que la hora tardía y el cansancio pusieron el punto final. Feliz con su éxito y con haber dejado al millonario más que contento, Johan se despidió sin pesadumbre de conciencia y aliviado de haber terminado la sesión sin incidentes amargos. 

Al día siguiente se quedó horrorizado. Todos los medios de comunicación destacaban la muerte imprevista del millonario aquella misma noche. 


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