viernes, 22 de febrero de 2013

CORAZONES ROTOS

Los amores de la infancia y de la vejez siempre son tratados con frivolidad por el entorno de los amantes. Casi nadie parece darse cuenta que son los más puros y los más intensos. Son el primer y último tren del amor : su único interés es el propio amor.










Maria y Juan 




María no había tenido una vida fácil ni tampoco un buen marido. Sin embargo nunca se había quejado porque era a lo que estaba acostumbrada, a la misma vida dura que había sufrido junto a su madre desde que su memoria recordaba; además el trabajo y las necesidades del hogar no le dejaban tiempo para pensar en ella misma. Era una mujer sencilla y amable, con esa dulzura que da la bondad.



Siempre procuró ocultarle a sus hijos la angustia y los miedos que la oprimían. Nunca le perdió el respeto a su marido a pesar de su brutalidad, como tampoco su madre se lo había perdido a su padre. La única aspiración de María era ver felices a los suyos.


Cuando su marido enfermó lo cuidó con abnegación y sin amargura. Luego, cuando murió, lloró sinceramente porque, a pesar de todo, no había sido un mal padre. Nunca los había abandonado y se buscó la vida como pudo. María siempre culpó a la bebida de los defectos de su marido. Aunque no se había enamorado de él, siempre lo había querido.

Se quedó viuda entrando en los sesenta. Los hijos, ya casados, aunque la visitaban a menudo, tenían sus vidas ocupadas. El tiempo, que antes le faltaba, ahora le pesaba como una losa. María empezó a cuestionarse su vida. Esto la volvió un poco melancólica, por primera vez se sintió vacía. No salía apenas de casa y cuando lo hacía era para hacer la compra o cuando algún hijo la necesitaba. Se sentía inútil e insegura, pensaba que la vida ya no podía ofrecerle nada mejor que esa humilde pero segura pensión que le permitía vivir sin los apuros de antano.

Un día que regresaba tarde de visitar a uno de sus hijos se dio cuenta de que un hombre la seguía. Sintió miedo y empezó a apurar el paso. Cuando ya estaba  llegando a su casa el desconocido la alcanzó y con una sonrisa le dijo que no pensaba atracarla. María se quedó muda. El desconocido le aclaró que hacía tiempo que la miraba, ya que era la mujer más bonita y dulce que había visto. María no le contestó, cerró la puerta y se metió en el ascensor con prisa. Su corazón latía con fuerza, la invadía una mezcla de inquietud y vergüenza que sólo recordaba haber sentido a los quince anos con un vecino de su misma edad. 

Ya dentro del apartamento no pudo evitar mirar escondida detrás de los visillos, comprobando que el desconocido continuaba en la acera de enfrente mirando hacia su ventana. María se retiró rápidamente como pillada en falta; una sonrisa de ilusión rejuveneció su rostro. Esa noche no tuvo insomnio como de costumbre, durmió toda la noche de un tirón como cuando era jovencita. Despertó pensando en el desconocido .

Al dia siguiente María buscó un pretexto para salir. Se pintó discretamente los labios y se miró en el espejo como hacía mucho que no se miraba. Cuando volvía a casa a la misma hora del día anterior, en lo más secreto de su corazón deseaba que apareciera ese hombre. LLegó al portal decepcionada de no verlo, pero cuando estaba metiendo la llave en la cerradura oyó la voz del desconocido que la saludaba. Esta vez María contestó al saludo, Él le dijo que se llamaba Juan y que lo que más deseaba en el mundo era conocerla. Sin saber cómo, María había superado su timidez y, rompiendo con sus miedos y prejuicios, se encontró sentada en una cafetería cercana, tomando un refresco y escuchando a Juan como la cosa más natural del mundo. 

Él le contó que era viudo desde hacía mucho tiempo. No se había vuelto a casar  porque sus hijos eran todavía adolescentes cuando murió su mujer y no quiso darles madrastra. Cuando crecieron e hicieron su vida se sintió muy solo, y en ese tiempo tuvo alguna aventura que no cuajó porque no se había enamorado, ni  tampoco era hombre de conformarse con un apano.

Desde ese día no volvieron a separarse y, aunque no se casaron y siguieron manteniendo las apariencias por respeto a sus hijos, se amaron con la pasión del último amor, que es tan fuerte como la del primero. Sus familias aceptaron esta relación y así transcurrieron casi veinte anos de felicidad y verdadero amor. Con Juan María hizo el amor por primera vez; también aprendió a leer, a bailar, conoció el mar y, sobre todo, aprendió a quererse a sí misma. Juan encontró en María la mujer con la que siempre había sonado. Así fue pasando el tiempo sin tomarse nunca la molestia de medirlo. Eran felices. 
  
Una tarde María sintió un fuerte dolor de cabeza. Sólo tuvo el tiempo de decírselo a Juan y desplomarse sin conocimiento. Cuando despertó estaba en el hospital, con Juan sentado al lado de la cama acariciando su mano. Al cabo de unas semanas María fue dada de alta, pero no podría volver a caminar. Sus hijos, en cónclave, habían decidido que iría a vivir con su hija mayor a otra ciudad por ser la única con tiempo y medios para cuidarla. Nadie reparó en sus sentimientos, ni  tampoco en la cara de angustia de Juan cuando se lo comunicaron. Hacía tiempo que Juan tenía problemas con sus recuerdos, María suplía su débil memoria. La separación desgarraba sus corazones y sus vidas, la edad los dejaba indefensos y a merced de otras voluntades. Eran ya unos viejecitos enfermos con más de ochenta anos: su amor no contaba para nadie. 















Anita y Fernandito




Anita está tan pálida y es tan menudita que casi no se la ve entre las sábanas blancas de la cama del hospital. Todos hablan en voz baja a su alrededor, y aunque ella no entiende bien sus palabras se da cuenta que se refieren a ella cuando dicen que ha perdido las ganas de vivir.

Sus padres vienen a verla todos los días. Tienen cara de preocupación, aunque a veces, un  poco enfadados, le reprochan que no quiera curarse. Le traen chocolate, cuentos, e incluso le regalaron una góndola con un nenuco . Hace unas semanas esto la hubiera hecho feliz porque era lo que los Reyes Magos no habían podido traerle, pero ahora Anita no tiene ganas de jugar ni tampoco de comer chocolate, sólo quiere que vuelva Fernandito. Nadie le pregunta qué le pasa, ella tampoco se atreve a decirlo.

Todos los días, desde que recuerda, Fernandito venía a buscarla montado en su bici para ir a jugar. Se sentía radiante, sentada en la parte trasera abrazándolo muy fuerte, pasaban la tarde en busca de aventuras, pues él era aventurero y ella lo seguía en todo.

Su madre le decía con preocupación que debía buscarse una amiguita porque Fernandito era demasiado travieso. Anita lo consideraba un héroe y se sentía orgullosa cuando les decían que eran novios. Fernandito era dos anos mayor que ella y la defendía con valentía cada vez que el abusón de su hermano, Pepín, venía a molestarla. Cuando Anita estaba triste, Fernandito robaba a su madre unas monedillas para comprar chocolate, que comían a escondidas. Juntos eran muy felices, con esa felicidad sin límites que da la inconsciencia.  

Una tarde Fernandito no vino a buscarla. Cuando Anita fue a su casa, nadie contestó al timbre. Al día siguiente oyó decir a sus padres que la familia de Fernandito se había mudado a Francia. Anita comprendió que no volverían a estar juntos. Su pequeno corazoncito se rompió de dolor. A partir de ese día dejó de comer y de jugar. No quería despertar, ya que solo cuando sonaba podía ver a su Fernandito.

Nadie tomaba en cuenta su amor. Fernandito y Anita sólo tenían siete y cinco anos. No habían podido tan siquiera despedirse.


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