viernes, 25 de enero de 2013

DONDE EL TIEMPO ES INFINITO







Aquellos duros y largos meses en los que la enfermedad del olvido convirtió a su padre en un desconocido demente y cruel dejaron a Julia agotada y con un poso de amargura que había llenado de angustia su corazón. Esa despedida tan difícil secó su alma hasta el punto de que no conseguía llorar. La sonrisa había desaparecido de sus ojos para convertirse en una mueca en su rostro.






Aunque había vuelto a su ciudad después de mucho tiempo, no quería recordar su infancia porque esos recuerdos tan dulces del pasado ahora le hacían dano, le parecían falsos. Aquellos sentimientos injustos y contradictorios hacían que se sintiera culpable, pero era incapaz de evitarlos.

Una tarde de diciembre en que la angustia le oprimía con fuerza el corazón, Julia salió de su casa y comenzó a caminar ausente y sin rumbo. Sin darse cuenta llegó hasta el barrio donde había pasado los primeros años de su vida. Caminó cada vez mas rápido hasta alcanzar la plazoleta donde tanto había jugado. Subió la calle casi corriendo, hasta que llegó a la altura de la que había sido su casa.

Llovía a cántaros y, aunque no le molestaba la lluvia, se refugió bajo el portón de un edificio abandonado para estar a salvo de miradas. Era un día oscuro, no había más gente en la calle que la que llegaba protegida por sus paraguas y se metía con prisa en los portales. Julia llevaba un buen rato inmóvil, mirando a su casa sin pensar en nada, incapaz de moverse de allí.

De pronto el portal se abrió y apareció un hombre sonriente, seguido de unos niños que salieron corriendo entre juegos y risas. Esta imagen despertó a Julia de su ensimismamiento. Súbitamente todo se inundó de esa luz fluorescente y mágica que sólo se ve en algunas tardes de invierno, cuando después de una lluvia intensa salen unos rayos de sol entre nubles blancas y brillantes. En ese momento Julia se sintió retroceder en el tiempo..... 






Era el primer día de las vacaciones de navidad, cuando después de desayunar subíamos los cuatro al desván para ayudar a la señora Amelia a bajar las cajas con las figuritas del nacimiento. Comíamos tempranito, y a eso de la una y media nos poníamos los pasamontañas y allá ibamos con el senor Juan a un bosque cercano a recoger musgo y líquenes para hacer el nacimiento. Nos llenaba de alegría y orgullo cada vez que el señor Juan miraba con admiración un trozo grande de musgo que con tanto esmero habíamos conseguido recortar sin que rompiera. Nuestros corazones latían al ritmo de la alegría. 

El señor Juan iba guardando esos retales de naturaleza en una cesta de mimbre. Lo hacía de una manera ordenada y meticulosa, poniendo entre las capas de musgo hojas de periódicos viejos para separarlos. Era todo un rito esa colocación, con nuestras caritas alrededor de la cesta en un Ay ! de miedo a que se rompiera el gran trozo de musgo conseguido con tanta suerte. Recuerdo nuestra satisfacción y la del señor Juan cuando lográbamos llenar la cesta con las capas de musgo y líquenes. 

Esa excursión, que duraba poco más de tres horas, era la felicidad, esa felicidad eterna de la infancia, donde el tiempo es infinitoEl camino de regreso estaba lleno de risas y de paradas, recogiendo sobre la marcha pequeños tesoros, piedras raras que el señor Juan, después de estudiarlas detenidamente, clasificaba en prehistóricas o preciosas. También alguna vez, con mucha suerte, recogíamos algún animalito que nos parecía enfermo y que, una vez curado, devolvíamos al campo. 

Cuando llegábamos a casa lo hacíamos eufóricos y hambrientos, nunca cansados. Luego nos sentábamos alrededor de la mesa en la cocina, donde la señora Amelia nos contaba un cuento de mucho miedo, escenificándolo como la gran actriz que era, mientras preparaba un chocolate espeso con picatostes.






Era la felicidad de la infancia, que volvía a Julia saltándose la barrera del tiempo. Las lágrimas habían vuelto a sus ojos, rodando por sus mejillas mezcladas con las gotas de lluvia, limpiando su alma y devolviéndole la sonrisa. Era un llanto dulce que la volvía a la vida. En ese momento miró al fondo de la calle y vio que en la plazoleta estaba el señor Juan sonriéndole. Julia secó sus lágrimas para ir a saludarlo, pero cuando volvió a mirar el señor Juan ya se había ido.






Al día siguiente contó a su hermana que había visto al señor Juan en la plazoleta. Su hermana la miró extrañada, respondiendo con una mezcla de tristeza y ternura que el señor Juan había muerto el invierno anterior. En ese momento Julia se dio cuenta que la imagen del señor Juan que ella había visto no era la de un anciano, sino la del señor Juan de su infancia.







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