viernes, 11 de enero de 2013

EL LOCO

EL LOCO




Era muy popular en aquella ciudad universitaria de provincias, y aunque estaba ya en la cincuentena seguía manteniendo cierto atractivo con un porte varonil y elegante a lo Victorio Gasman.

Ruaba durante la mayor parte del día sin tener en cuenta ni la estación, ni la metereología, ni a las personas con las que se cruzaba. Ausente de todos y de todo maldecía sin cesar muy enfadado a un tal Antonio Moya Fernández, al que reprochaba su cobardía y su traición en un tono de voz lo suficientemente alto como para infundir cierto temor, aunque jamás se había metido con nadie. No era un vagabundo y, según se rumoreaba, pertenecía a una familia muy acomodada de la ciudad.

Un día apareció en la casa de comidas que yo frecuentaba, y al no haber sitio libre se sentó sin más en nuestra mesa de estudiantes. Superada la sorpresa y el temor inicial, en vista de que se comportaba de una manera muy correcta e incluso con cierta timidez, entablamos una conversación de la que nació una extraña amistad. Digo extraña porque no era una amistad convencial, ya que nunca quedábamos citados, e incluso no sabíamos nuestros nombres ni jamás nos preguntamos nada de nuestras vidas. Nos reunía siempre la casualidad, nuestro mismo gusto a ruar sin rumbo fijo y, por mi parte, una atracción fatal y sana por lo diferente. Yo tenía veinte años y este hombre me parecía la viva reencarnación del lobo estepario.

Era un hombre que razonaba perfectamente, era inteligente e incluso galante. En aquellos paseos tan filosóficos me hablaba de la vida y yo lo escuchaba con el interés y la admiración propias de mi juventud bohemia. En nuestro ruar mi amigo dejaba de maldecir y su voz y su gesto se dulcificaban. 

Durante aquél curso nos veíamos casi a diario y nuestra amistad, un poco platónica, fue la nota curiosa de la ciudad. Tengo que decir que, a pesar de su provincianismo, la ciudad tenía en aquella época un poso cultural y rompedor que hizo que esa relación fuera respetada e incluso despertara en muchos cierta ternura no exenta de admiración. Pasé a ser la amiga del loco.Todo un status.

Empecé a salir mucho menos porque el curso finalizaba, los exámenes estaban encima y yo, como siempre, había dejado todo para el final. Apenas nos veíamos y cuando nos encontrábamos lo notaba triste y un punto acaparador y celoso porque yo me había enamorado de un chico de mi edad.

Volvió a ruar solo y a maldecir al tal Antonio Moya Fernández. Una noche que lo encontré me di cuenta que Antonio Moya Fernández era él. Al parecer había traicionado sus ideales, a sus amigos, a su esposa, a sus hijos y a sí mismo por el amor de una mala mujer. Esas fueron sus propias palabras. El remordimiento y el desprecio por sí mismo lo habían llevado al borde de la locura. Esos remordimientos y esa locura eran la prueba más palpable de que Antonio Moya Fernández nunca había perdido su dignidad.

Pasado un tiempo supe que se había quitado la vida. Quise ir a su entierro, pero llegué demasiado tarde. Lo mismo que a su vida.



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